menor atisbo de
pecado. «Hijo -le venía diciendo constantemente-,
prefiero verte muerto que en desgracia de Dios por el
pecado mortal».
Es fácil entender
la vida que llevaría aquel santo joven ante los ejemplos
de una tan buena y tan delicada madre. Tanto más si
consideramos la época difícil en que a ambos les tocaba
vivir, en medio de una nobleza y de unas cortes que
venían a convertirse no pocas veces en hervideros de los
más desenfrenados, rebosantes de turbulencias y de
tropelías. Contra éstas tuvo que luchar denodadamente
Doña Blanca, y, cuando el reino había alcanzado ya un
poco de tranquilidad, hace que declaren mayor de edad a
su hijo, el futuro Luis IX, el 5 de abril de 1234. Ya
rey, no se separa San Luis de la sabia mirada de su
madre, a la que tiene siempre a su lado para tomar las
decisiones más importantes. En este mismo año, y por su
consejo, se une en matrimonio con la virtuosa Margarita,
hija de Ramón Berenguer, conde de Provenza. Ella sería
la compañera de su reinado y le ayudaría también a ir
subiendo poco a poco los peldaños de la santidad.
En lo humano, el
reinado de San Luis se tiene como uno de los más
ejemplares y completos de la historia. Su obra favorita,
las Cruzadas, son una muestra de su ideal de caballero
cristiano, llevado hasta las últimas consecuencias del
sacrificio y de la abnegación. Por otra parte, tanto en
la política interior como en la exterior San Luis ajustó
su conducta a las normas más estrictas de la moral
cristiana. Tenía la noción de que el gobierno es más un
deber que un derecho; de aquí que todas sus actividades
obedecieran solamente a esta idea: el hacer el bien
buscando en todo la felicidad de sus súbditos.
Desde el
principio de su reinado San Luis lucha para que haya paz
entre todos, pueblos y nobleza. Todos los días
administra justicia personalmente, atendiendo las quejas
de los oprimidos y desamparados. Desde 1247 comisiones
especiales fueron encargadas de recorrer el país con
objeto de enterarse de las más pequeñas diferencias.
Como resultado de tales informaciones fueron las grandes
ordenanzas de 1254, que establecieron un compendio de
obligaciones para todos los súbditos del reino.
El reflejo de
estas ideas, tanto en Francia como en los países
vecinos, dio a San Luis fama de bueno y justiciero, y a
él recurrían a veces en demanda de ayuda y de consejo.
Con sus nobles se muestra decidido para arrancar de una
vez la perturbación que sembraban por los pueblos y
ciudades. En 1240 estalló la última rebelión feudal a
cuenta de Hugo de Lusignan y de Raimundo de Tolosa, a
los que se sumó el rey Enrique III de Inglaterra. San
Luis combate contra ellos y derrota a los ingleses en
Saintes (22 de julio de 1242). Cuando llegó la hora de
dictar condiciones de paz el vencedor desplegó su
caridad y misericordia. Hugo de Lusignan y Raimundo de
Tolosa fueron perdonados, dejándoles en sus privilegios
y posesiones. Si esto hizo con los suyos, aún extremó
más su generosidad con los ingleses: el tratado de París
de 1259 entregó a Enrique III nuevos feudos de Cahors y
Périgueux, a fin de que en adelante el agradecimiento
garantizara mejor la paz entre los dos Estados.
Padre de su
pueblo y sembrador de paz y de justicia, serán los
títulos que más han de brillar en la corona humana de
San Luis, rey. Exquisito en su trato, éste lo extiende,
sobre todo, en sus relaciones con el Papa y con la
Iglesia. Cuando por Europa arreciaba la lucha entre el
emperador Federico II y el Papa por causa de las
investiduras y regalías, San Luis asume el papel de
mediador, defendiendo en las situaciones más difíciles a
la Iglesia. En su reino apoya siempre sus intereses,
aunque a veces ha de intervenir contra los abusos a que
se entregaban algunos clérigos, coordinando de este modo
los derechos que como rey tenía sobre su pueblo con los
deberes de fiel cristiano, devoto de la Silla de San
Pedro y de la Jerarquía. Para hacer más eficaz el
progreso de la religión en sus Estados se dedica a
proteger las iglesias y los sacerdotes. Lucha
denodadamente contra los blasfemos y perjuros, y hace
por que desaparezca la herejía entre los fieles, para lo
que implanta la Inquisición romana, favoreciéndola con
sus leyes y decisiones.
Personalmente da
un gran ejemplo de piedad y devoción ante su pueblo en
las fiestas y ceremonias religiosas. En este sentido
fueron muy celebradas las grandes solemnidades que llevó
a cabo, en ocasión de recibir en su palacio la corona de
espinas, que con su propio dinero había desempeñado del
poder de los venecianos, que de este modo la habían
conseguido del empobrecido emperador del Imperio griego,
Balduino II. En 1238 la hace llevar con toda pompa a
París y construye para ella, en su propio palacio, una
esplendorosa capilla, que de entonces tomó el nombre de
Capilla Santa, a la que fue adornando después con una
serie de valiosas reliquias entre las que sobresalen una
buena porción del santo madero de la cruz y el hierro de
la lanza con que fue atravesado el costado del Señor.
A todo ello
añadía nuestro Santo una vida admirable de penitencia y
de sacrificios. Tenía una predilección especial para los
pobres y desamparados, a quienes sentaba muchas veces a
su mesa, les daba él mismo la comida y les lavaba con
frecuencia los pies, a semejanza del Maestro. Por su
cuenta recorre los hospitales y reparte limosnas, se
viste de cilicio y castiga su cuerpo con duros cilicios
y disciplinas. Se pasa grandes ratos en la oración, y en
este espíritu, como antes hiciera con él su madre, Doña
Blanca, va educando también a sus hijos, cumpliendo de
modo admirable sus deberes de padre, de rey y de
cristiano.
Sólo le quedaba a
San Luis testimoniar de un modo público y solemne el
gran amor que tenía para con nuestro Señor, y esto le
impulsa a alistarse en una de aquellas Cruzadas, llenas
de fe y de heroísmo, donde los cristianos de entonces
iban a luchar por su Dios contra sus enemigos, con
ocasión de rescatar los Santos Lugares de Jerusalén. A
San Luis le cabe la gloria de haber dirigido las dos
últimas Cruzadas en unos años en que ya había decaído
mucho el sentido noble de estas empresas, y que él
vigoriza de nuevo dándoles el sello primitivo de la cruz
y del sacrificio.
En un tiempo en
que estaban muy apurados los cristianos del Oriente el
papa Inocencio IV tuvo la suerte de ver en Francia al
mejor de los reyes, en quien podía confiar para
organizar en su socorro una nueva empresa. San Luis, que
tenía pena de no amar bastante a Cristo crucificado y de
no sufrir bastante por Él, se muestra cuando le llega la
hora, como un magnífico soldado de su causa. Desde este
momento va a vivir siempre con la vista clavada en el
Santo Sepulcro, y morirá murmurando: «Jerusalén».
En cuanto a los
anteriores esfuerzos para rescatar los Santos Lugares,
había fracasado, o poco menos, la Cruzada de Teobaldo
IV, conde de Champagne y rey de Navarra, emprendida en
1239-1240. Tampoco la de Ricardo de Cornuailles, en
1240-1241, había obtenido otra cosa que la liberación de
algunos centenares de prisioneros.
Ante la invasión
de los mogoles, unos 10.000 kharezmitas vinieron a
ponerse al servicio del sultán de Egipto y en septiembre
de 1244 arrebataron la ciudad de Jerusalén a los
cristianos. Conmovido el papa Inocencio IV, exhortó a
los reyes y pueblos en el concilio de Lyón a tomar la
cruz, pero sólo el monarca francés escuchó la voz del
Vicario de Cristo.
Luis IX, lleno de
fe, se entrevista con el Papa en Cluny (noviembre de
1245) y, mientras Inocencio IV envía embajadas de paz a
los tártaros mogoles, el rey apresta una buena flota
contra los turcos. El 12 de junio de 1248 sale de París
para embarcarse en Marsella. Le siguen sus tres
hermanos, Carlos de Anjou, Alfonso de Poitiers y Roberto
de Artois, con el duque de Bretaña, el conde de Flandes
y otros caballeros, obispos, etc. Su ejército lo
componen 40.000 hombres y 2.800 caballos.
El 17 de
septiembre los hallamos en Chipre, sitio de
concentración de los cruzados. Allí pasan el invierno,
pero pronto les atacan la peste y demás enfermedades. El
15 de mayo de 1249, con refuerzos traídos por el duque
de Borgoña y por el conde de Salisbury, se dirigen hacia
Egipto. «Con el escudo al cuello -dice un cronista- y el
yelmo a la cabeza, la lanza en el puño y el agua hasta
el sobaco», San Luis, saltando de la nave, arremetió
contra los sarracenos. Pronto era dueño de Damieta (7 de
junio de 1249). El sultán propone la paz, pero el santo
rey no se la concede, aconsejado de sus hermanos. En
Damieta espera el ejército durante seis meses, mientras
se les van uniendo nuevos refuerzos, y al fin, en vez de
atacar a Alejandría, se decide a internarse más al
interior para avanzar contra El Cairo. La vanguardia,
mandada por el conde Roberto de Artois, se adelanta
temerariamente por las calles de un pueblecillo llamado
Mansurah, siendo aniquilada casi totalmente, muriendo
allí mismo el hermano de San Luis (8 de febrero de
1250). El rey tuvo que reaccionar fuertemente y al fin
logra vencer en duros encuentros a los infieles. Pero
éstos se habían apoderado de los caminos y de los
canales en el delta del Nilo, y cuando el ejército,
atacado del escorbuto, del hambre y de las continuas
incursiones del enemigo, decidió, por fin, retirarse
otra vez a Damieta, se vio sorprendido por los
sarracenos, que degollaron a muchísimos cristianos,
cogiendo preso al mismo rey, a su hermano Carlos de
Anjou, a Alfonso de Poitiers y a los principales
caballeros (6 de abril).
Era la ocasión
para mostrar el gran temple de alma de San Luis. En
medio de su desgracia aparece ante todos con una
serenidad admirable y una suprema resignación. Hasta sus
mismos enemigos le admiran y no pueden menos de tratarle
con deferencia. Obtenida poco después la libertad, que
con harta pena para el Santo llevaba consigo la renuncia
de Damieta, San Luis desembarca en San Juan de Acre con
el resto de su ejército. Cuatro años se quedó en
Palestina fortificando las últimas plazas cristianas y
peregrinando con profunda piedad y devoción a los Santos
Lugares de Nazaret, Monte Tabor y Caná. Sólo en 1254,
cuando supo la muerte de su madre, Doña Blanca, se
decidió a volver a Francia.
A su vuelta es
recibido con amor y devoción por su pueblo. Sigue
administrando justicia por sí mismo, hace desaparecer
los combates judiciarios, persigue el duelo y favorece
cada vez más a la Iglesia. Sigue teniendo un interés
especial por los religiosos, especialmente por los
franciscanos y dominicos. Conversa con San Buenaventura
y Santo Tomás de Aquino, visita los monasterios y no
pocas veces hace en ellos oración, como un monje más de
la casa.
Sin embargo, la
idea de Jerusalén seguía permaneciendo viva en el
corazón y en el ideal del Santo. Si no llegaba un nuevo
refuerzo de Europa, pocas esperanzas les iban quedando
ya a los cristianos de Oriente. Los mamelucos les
molestaban amenazando con arrojarles de sus últimos
reductos. Por si fuera poco, en 1261 había caído a su
vez el Imperio Latino, que años antes fundaran los
occidentales en Constantinopla. En Palestina dominaba
entonces el feroz Bibars (la Pantera), mahometano
fanático, que se propuso acabar del todo con los
cristianos. El papa Clemente IV instaba por una nueva
Cruzada. Y de nuevo San Luis, ayudado esta vez por su
hermano, el rey de Sicilia, Carlos de Anjou, el rey
Teobaldo II de Navarra, por su otro hermano Roberto de
Artois, sus tres hijos y gran compañía de nobles y
prelados, se decide a luchar contra los infieles.
En esta ocasión,
en vez de dirigirse directamente al Oriente, las naves
hacen proa hacia Túnez, enfrente de las costas
francesas. Tal vez obedeciera esto a ciertas noticias
que habían llegado a oídos del Santo de parte de algunos
misioneros de aquellas tierras. En un convento de
dominicos de Túnez parece que éstos mantenían buenas
relaciones con el sultán, el cual hizo saber a San Luis
que estaba dispuesto a recibir la fe cristiana. El Santo
llegó a confiarse de estas promesas, esperando encontrar
con ello una ayuda valiosa para el avance que proyectaba
hacer hacia Egipto y Palestina.
Pero todo iba a
quedar en un lamentable engaño que iba a ser fatal para
el ejército del rey. El 4 de julio de 1270 zarpó la
flota de Aguas Muertas y el 17 se apoderaba San Luis de
la antigua Cartago y de su castillo. Sólo entonces
empezaron los ataques violentos de los sarracenos.
El mayor enemigo
fue la peste, ocasionada por el calor, la putrefacción
del agua y de los alimentos. Pronto empiezan a sucumbir
los soldados y los nobles. El 3 de agosto muere el
segundo hijo del rey, Juan Tristán, cuatro días más
tarde el legado pontificio y el 25 del mismo mes la
muerte arrebataba al mismo San Luis, que, como siempre,
se había empeñado en cuidar por sí mismo a los apestados
y moribundos. Tenía entonces cincuenta y seis años de
edad y cuarenta de reinado.
Pocas horas más
tarde arribaban las naves de Carlos de Anjou, que asumió
la dirección de la empresa. El cuerpo del santo rey fue
trasladado primeramente a Sicilia y después a Francia,
para ser enterrado en el panteón de San Dionisio, de
París. Desde este momento iba a servir de grande
veneración y piedad para todo su pueblo. Unos años más
tarde, el 11 de agosto de 1297, era solemnemente
canonizado por Su Santidad el papa Bonifacio VIII en la
iglesia de San Francisco de Orvieto (Italia).
San Luis IX es el Patrono de la
Tercera Orden Franciscana u Orden Franciscana Seglar