Conforme a las
costumbres de la época, fue prometida en su más tierna
edad a Luis, hijo de Herman I, margrave de Turingia.
Este compromiso matrimonial tenía, sin duda, la
finalidad política de afianzar la alianza de ambos
países contra el rey Felipe de Suabia. Un buen día de
primavera -1213-, cuando los campos se desperezaban del
gélido sueño invernal, se presentó en el castillo de
Posonio una embajada turingia para recoger a la
prometida de su príncipe heredero. El rey de Hungría,
entonces en la cumbre del poder y riqueza de la
dinastía, dotó generosamente a su hija diciendo a los
emisarios: «Saludo a vuestro señor y ruego se contente
de momento con estas pobres prendas, que, si Dios me da
vida, completaré con mayores riquezas». Y revistiendo
con palabras tan modestas su jactanciosa exhibición,
hizo sacar un cúmulo de tesoros que dejaron admirados a
los compromisarios, poco acostumbrados a tales galas en
la abrupta y dura comarca de Turingia. El matrimonio
tuvo lugar en el año 1221, es decir, al cumplir Isabel
sus catorce años, en Wartburg de Turingia. Y de esta
manera la princesa, nacida en un país lleno de sol y de
abundancia como era Hungría, vino a parar a la dura y
pobre tierra germánica.
La pobreza del
pueblo estimuló más aún la caridad de la princesa
Isabel. Todo le parecía poco para remediar a los
necesitados: la plata de sus arcas, las alhajas que
trajo como dote y hasta sus propios alimentos y
vestidos. En cuanto podía, aprovechando las sombras de
la noche, dejaba el palacio y visitaba una a una las
chozas de los vasallos más pobres para llevar a los
enfermos y a los niños, bajo su manto, un cántaro de
leche o una hogaza de pan. Y hasta el propio manto lo
entregó un día crudísimo de invierno a una pobre mendiga
que temblaba de frío a la vera del camino, y cuál no
sería su asombro que, al tender el armiño sobre la chepa
de la anciana, vio transfigurarse aquélla en la adorable
imagen de Jesucristo.
Por mucho que
escondiera sus mercedes no es raro que éstas llegasen a
herir a los espíritus envidiosos y mezquinos. No faltó
quien acusó a la princesa ante el propio duque de estar
dilapidando los caudales públicos y dejar exhaustos los
graneros y almacenes. El margrave Luis quería a su
esposa con delirio, pero no pudo resistir, sin duda, el
acoso de sus intendentes y les pidió una prueba de su
acusación.
-- Espera un poco
-le dijeron- y verás salir a la señora con la
faltriquera llena.
Efectivamente,
poco tuvo que esperar el duque para ver a su mujer que
salía, como a hurtadillas, de palacio cerrando
cautelosamente la puerta. Violentamente la detuvo y la
preguntó con dureza:
-- ¿Qué llevas en
la falda?
-- Nada..., son
rosas -contestó Isabel tratando de disculparse, sin
recordar que estaba en pleno invierno-.
Y, al extender el
delantal, rosas eran y no mendrugos de pan lo que Isabel
llevaba, porque el Señor quiso salir fiador de la
palabra de su sierva.
Parece que su
suegra, la duquesa viuda Sofía, no miraba a Isabel con
buenos ojos, tal vez porque las mercedes que aquélla
hacía eran una acusación a su egoísmo o, simplemente,
porque creyera que el cariño de Isabel, en el corazón de
Luis, había desplazado al suyo. Con más o menos pasión
aprovechaba cualquier oportunidad para desvirtuar a
Isabel ante los ojos de su marido. Según cuenta la
leyenda, volvió en cierta ocasión el margrave Luis de un
largo viaje y, ansioso de abrazar a su esposa, fue a
buscarla a la alcoba conyugal. Salió a su encuentro la
duquesa Sofía, que había escuchado tras de la puerta
voces extrañas en la alcoba, y le previno diciendo:
-- Ahora verás,
hijo mío, hasta dónde llega la fidelidad de tu esposa.
Forzó la puerta
el celoso marido y, al tirar de la cobertura del lecho,
vio en él tendida la imagen de Cristo crucificado, en la
que se había transfigurado un pobre leproso que Isabel
había acostado en su lecho para curarle las llagas.
El celo de los
pobres, en los que ella veía siempre la imagen trasunta
de Cristo, fue espiritualizando cada vez más su vida. Su
alma generosa se asomaba a sus ojos negros y profundos,
que brillaban como candelas de amor en las sombrías
casuchas de los pobres de Wartburgo. Por muy severas que
fuesen sus penitencias, Isabel las recubría con cariño y
donaire para no perder el encanto natural ante los ojos
de su enamorado esposo. Pero no pudo, en cambio,
conciliar su espíritu franciscano con la frivolidad de
la vida cortesana.
Bajo la
influencia de su confesor, extremadamente severo,
Conrado de Marburgo, que la prohibió incluso probar
ciertos manjares, Isabel vino a ser una viviente
acusación contra una corte un tanto licenciosa, que
empezó a conspirar contra la princesa extranjera.
Mientras su
marido fue su amparo, nada tuvo que temer la princesa
Isabel, pero llegó un día en que en los oídos del
príncipe Luis sonó, como llamada irresistible, el clarín
convocando a cruzada en nombre de Federico II. Isabel no
quiso ser un obstáculo en el camino del príncipe
cristiano que ofrecía su lanza para rescatar el Santo
Sepulcro. Ya su padre, el rey Andrés II, había regresado
sobreviviente de la quinta cruzada, y cada vez era más
difícil vencer la desilusión y la indiferencia de los
reyes y de los pueblos cristianos por coronar tan
caballerosa empresa. El noble corazón de Luis se creyó,
sin duda, más obligado a dar ejemplo y, dejando sola a
su esposa, partió con sus caballeros, con propósito de
embarcarse en Otranto para unirse a la cruzada. Pocos
meses después, Isabel recibía, de manos de un emisario
turingio, la cruz de su marido, que había muerto víctima
de una epidemia.
Así, pues, a los
veinte años -1227- la princesa Isabel quedó viuda y
desamparada en una corte extranjera y hostil, y fue
entonces cuando realmente empezó su calvario. Su cuñado
Herman, queriendo desplazar a los hijos de Luis de la
herencia del Ducado, acusó a Isabel de prodigalidad, y
en verdad que ella había volcado hasta el fondo de su
arca para remediar la miseria del pueblo en el temible
«año del hambre» que Europa entera atravesaba. Las
acusaciones de Herman encontraron eco en la corte, y la
princesa Isabel, expulsada de palacio, tuvo que buscar
refugio con sus tres hijos y la compañía de dos
sirvientas en Marburgo, la patria de su madre. En tan
difícil situación la socorrieron sus tíos, la abadesa
Mectildis de Kitzingen y el obispo de Bamberg, que ya
había abandonado el proyecto que tuvo de casarla de
nuevo.
El pontífice
Gregorio IV nombró a Conrado de Marburgo su «defensor».
Los buenos oficios que éste desplegó consiguieron, por
fin, que la princesa fuese indemnizada con una
importante suma y se le asignasen unas posesiones en la
villa de Marburgo. Pero Isabel ya nada tenía que la
ligase al mundo, y solemnemente, en la iglesia de los
Frailes Menores de Eisenach, renunció a sus bienes,
vistió el hábito gris de la Tercera Orden y se consagró
enteramente y de por vida a practicar heroicamente la
caridad. Años después -1228-29- emprendió la
construcción del hospital de Marburgo, cuya capilla puso
bajo la advocación del Padre Seráfico, San Francisco de
Asís, recientemente canonizado.
Por aquel
entonces regresaban los cruzados de los Santos Lugares
ardiendo en fiebres y con sus carnes maceradas por la
lepra, y a ellos dedicaba Isabel sus más amorosos
cuidados, en recuerdo, sin duda, de su marido, muerto
muy lejos del alcance de sus manos.
Isabel, firme en
su propósito de dedicar su vida a los pobres y enfermos,
buscando en ellos al propio Jesucristo, rechazó una y
otra vez la llamada de su padre, el rey de Hungría, que,
valiéndose de nobles emisarios y hasta de la autoridad
episcopal, trataba de convencerla de que regresase a su
país. En cambio, acudió solícita a la llamada de su
Señor, y a los veinticuatro años -1231- subió al cielo a
recibir el premio merecido por haber aplicado el agua a
tantos labios sedientos, curado tantas heridas ulceradas
y consolado tantos corazones oprimidos.
La fama de su
santidad quedó bien patente en el entierro, que conmovió
toda la comarca. Poco después de su muerte, las
jerarquías religiosas de tres países y Conrado de
Turingia, gran maestre que fue de la Orden Teutónica,
promovieron en la Santa Sede la declaración de sus
heroicas virtudes, y el proceso terminó con la solemne
ceremonia de la canonización el 27 de mayo de 1235 en
Perusa, todavía en vida de su padre, Andrés II de
Hungría. Su festividad fue fijada para el 19 de
noviembre [pero, en la actualidad, se celebra el 17
del mismo mes]. Unos meses más tarde fue colocada
la primera piedra de la catedral gótica de Marburgo y en
ella se rindió el primer testimonio de veneración a la
santa princesa por el emperador Federico II al frente de
su pueblo.
Santa Isabel de
Hungría ha sido erigida como Patrona de la Tercera Orden
Franciscana y son muchas las congregaciones religiosas
dedicadas a la caridad que llevan su nombre, y más de
setenta los templos que la tienen por Patrona.